Hay en el aire una angustia, que deriva de la percepción de que nosotros, los seres humanos, ya hemos producido tanto conocimiento, tecnología y riqueza, pero aun así somos incapaces de encontrar una forma de distribuir de manera justa y equilibrada todos los productos de nuestra inteligencia y trabajo. Elegimos y aceptamos (o somos obligados a aceptar, en algunos casos) formas de concentración de esas riquezas en manos de unas pocas corporaciones o individuos, en detrimento de miles de millones de otros menos favorecidos por los criterios que —o ayudamos a determinar o, de forma pacífica o contrariada, seguimos. Pocos son los que aún no se han vuelto indiferentes a la porción oprimida de la sociedad humana o, incluso, quienes, encerrados en su capullo —familia, trabajo, iglesia, círculo de amigos— apenas se dan cuenta de que el mundo del que durante tanto tiempo se beneficiaron se está desvaneciendo rápidamente y ya no estará presente, tal como lo conocemos, para sus hijos y nietos.
Para intentar revertir esta situación, el esfuerzo y el cambio deben venir, necesariamente, de cada uno. Es un proceso que comienza con algo que puede llamarse un Despertar: percibir en uno mismo la singularidad como ser humano autónomo y capaz de generar y disfrutar de riquezas mucho mayores que las que ofrecen las contingencias actuales.
Y para alimentar este cambio no son necesarias grandes naciones, imperios, ejércitos o legiones en marcha. Lo que sí se necesita son pequeños grupos de personas con suficiente buena voluntad, inteligencia e integración para, mediante cirugías precisas, empezar a cambiar la realidad que las rodea.
¿Y cómo lograrán estos grupos de personas, de ciudadanos, aprender a hacer esas cirugías? En talleres, cenas y festivales, organizados con la finalidad de proporcionarles un nuevo conocimiento, que hasta entonces había sido guardado bajo siete llaves por el rey: el de que es posible una vida guiada por la libertad, la solidaridad y la autogestión.
En estos talleres, en estas cenas y en estos festivales, se empoderarán individuos, se capacitarán comunidades, que emergerán como nuevos centros de iluminación del genio humano, capaces de multiplicar lo que los primeros talleres pudieron producir.
Estos espacios, estas comunidades, se regirán por una ética sustentada en la bondad y el apoyo mutuo, respetando no solo al otro de la misma especie sino también percibiendo la interrelación entre todos los seres, pertenecientes a una larga y fundamental red de la vida.
Y ya existen, por el mundo, movimientos que han tomado conciencia de esta necesidad, de esta urgencia, y están trabajando para mitigar los impactos de un mundo exploratorio, injusto, inhumano, insostenible. Juntos, todos estos movimientos podrían estar cambiando la realidad de nuestro planeta en un corto espacio de tiempo.
Sin embargo, sus propuestas, sus iniciativas, sus modelos, sus herramientas y actitudes son apropiados por las tecnologías del poder. A partir de ahí, dejan de tener la fuerza de cambio social que antes poseían, pues su enfoque es desvirtuado y debilitado.
Para que estos pequeños grupos de individuos o incluso esta multitud de organizaciones sean capaces de realizar el cambio necesario, a tiempo de poder verlo aún en su propia generación, sin quedar susceptibles a las apropiaciones que ocurrirán en el camino, necesitan conectarse a través de un formato de relación que ya es el propio cambio que anhelan: la Red.
Sumado a eso, hay que crear mecanismos para generar sostenibilidad en los propios movimientos y en los medios de expresión que buscan resistir el yugo de las fuerzas opresoras y vaciadoras de sentido y sentimiento, aniquiladoras de la singularidad y de la diversidad, productoras de seres normalizados y masificados, orientados al consumo y a la simulación.
La creación de una sostenibilidad intrínseca de ese tipo es uno de los desafíos que todavía necesitamos vencer, y aprenderemos caminando y caminaremos aprendiendo.
En nuestro camino, necesariamente aprenderemos que, si queremos enarbolar la bandera de la solidaridad y del altruismo, necesitamos ampliar el horizonte dentro del cual incluimos a aquellos a quienes llamamos familia.
Necesitamos mirar al otro como si fuésemos nosotros mismos. Necesitamos percibir que no existe el Yo sin el Nosotros, ni tampoco el Nosotros sin el Yo.
La interdependencia armónica dentro de una red es una función fundamental para la supervivencia de los individuos de este sistema. Hoy, estamos fallando de manera asombrosa en encontrar ese equilibrio. Estamos mal de matemáticas. Estamos capturando y retirando (del ambiente y de los otros) mucho más de lo que somos capaces (o tenemos deseo) de reponer y compartir. Esto, que ya se ha dicho y repetido hasta el cansancio, no es sostenible. Vivimos en un planeta finito y, hasta esta mañana, todavía no habíamos conquistado Marte. Aunque ya lo hubiéramos hecho, parece que allí no hay vista al mar… (¿alguien ya consigue imaginar vuelos Tierra > Marte para llevar agua marina a playas privadas en el planeta vecino?)
Necesitamos entonces hacer una invitación a todos los que navegan en esta misma Nave: que se embarquen en la jornada que ahora se presenta: una jornada en busca de la creación de una NUEVA ECONOMÍA, una Economía que acompañe a la biología en su diversidad, y que se integre a su complejidad en lugar de extinguirla. Una Economía que respete al otro como miembro de una misma familia, basada en un paradigma etno-ecológico, guiada por la cooperación, la solidaridad, la justicia social y la sostenibilidad, y que anhele, en última instancia, el BIEN COMÚN. ¿Vamos juntos?